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Los últimos melocotones

27/10/2023
En: lavanguardia.com
Digital
Los últimos días de septiembre estuve observando los movimientos de una bandada de gorriones en torno a una higuera que había perdido parte de sus hojas. Es una higuera que lo ha pasado mal, por la sequía. También han sufrido los pájaros que no encontraban comida y, a pesar de ello, estuvieron alborotando en torno al árbol hasta que los higos alcanzaron la madurez. Me han dicho que los jabalíes se comportan de una manera parecida con las uvas, las berenjenas y los calabacines de los huertos: rondan de noche, inspeccionan la cosecha y, cuando ven que las uvas o los calabacines han madurado lo suficiente, se los zampan. Qué diferencia con los humanos. Enseguida que un higo tiene un poco de color, lo arrancamos, aunque esté duro como una piedra, lo abrimos, lo encontramos seco y le echamos la culpa a la higuera. De esta historia se puede concluir que el gusto por la fruta verde tiene un origen cultural. Hemos desviado el instinto, en primer lugar, por razones de la producción y la distribución industrializada. La fruta madura no aguanta viajes, cambios de recipiente, manipulaciones en mayoristas y tiendas al detalle. A la gente que se crió comiendo fruta dulce le parecía que esa fruta recolectada antes de tiempo no sabía a nada. Pero los que vinimos después tenemos otra idea. Vivimos en la cultura de la anticipación, de las previsión, del avance, y nos da más placer la sugestión de lo que tiene que pasar que lo que realmente pasa. Lo primerizo es mejor. Y el precio viene a confirmarlo: hay poco, vale mucho, no es para cualquier boca. Somos mucho menos golosos (bebidas azucaradas y pastelería industrial a parte) El crujido forma parte de nuestra manera de sentir las cosas. Es uno de los objetivos de los fabricantes de comida industrial: que los aperitivos, los rebozados, los helados se rompan en la boca con una explosión que de paso a una expansión líquida. Por la misma razón nos gusta la fruta verde que chasquea entre los dientes. Tenemos una relación complicada con lo dulce. Si nos comparamos con nuestros padres y abuelos, que vivieron en un mundo con poca comida -y obtenían con el azúcar un complemento importante-, somos mucho menos golosos (bebidas azucaradas y pastelería industrial a parte). Nos gusta que las cosas sean amargas, secas o picantes. Como mucho, que sean afrutadas, que quiere decir con una sombra de sabor a fruta, sin la saturación de la fruta madura. Hace días que los melocotones de viña deambulan perdidos por las cestas de los supermercados. Con el último melocotón de viña se acaba definitivamente el verano. Los que has acaparado se encogen en la frutera -el encogimiento de estos últimos melocotones es un fenómeno físico digno de estudio-. Aparecen, individualizados y elegantes, los melocotones de Calanda, en su bolsita de papel, como vestidos del Ku Kux Klan. Se acabó el verano y los melocotones verdes. Hasta el año que viene si Dios quiere.
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