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Cuántos de nosotros no tenemos hoy, para cenar, spaghetti con salsa de tomate y parmesano. A priori, una información carente de interés incluso para mis allegados más cercanos. Sin embargo, el costo de mi plato de pasta, en Roma, Puerto Príncipe o cualquier lugar del mundo, preocupa y mucho a los responsables de políticas públicas, y ha sido así a lo largo de todas las épocas.
No porque yo sea descendiente de ningún emperador romano (por si el menú no ha delatado mis orígenes), sino porque el precio de los alimentos está intrínsecamente ligado con el bienestar de los productores, consumidores, intermediarios, exportadores, importadores y todos los actores del sector agropecuario; y, de manera indirecta, con el bienestar social, económico y político de todo un país. Algunos argumentan, por ejemplo, que el incremento del precio del pan fue uno de los detonantes de la Revolución Francesa en 1789, evento fundamental en la concepción del estado moderno.
En efecto, los precios de los alimentos (o la fluctuación de los mismos) es algo que las políticas públicas agropecuarias (entre otros factores) determinan. Y dichas políticas (es decir, relacionadas con la agricultura y la ganadería) no solo influyen en los precios de los productos que consumimos (sean pastas, tomates, peras o manzanas); sino que también inciden en la seguridad alimentaria y sostenibilidad ambiental de nuestro planeta.
Cuando hablamos de políticas agropecuarias nos referimos a todas las leyes, regulaciones, impuestos y decisiones de inversión o de apoyo del estado central o los gobiernos locales que tienen como beneficiario principal este sector.
Los aranceles que se imponen a la importación de productos de esta categoría son un ejemplo de estas políticas, así como las transferencias directas en efectivo, la exención de ciertos impuestos a los agricultores, o los créditos con tasas de interés preferenciales para los productores. Otros ejemplos incluyen las inversiones en investigación para mejorar la calidad de las semillas, o para desarrollar plaguicidas y vacunas contra las enfermedades que afectan a las plantas y animales, inversiones en tecnologías para mejorar la irrigación, o asistencia técnica a los agricultores para la producción y el mercadeo de productos.
A través de estas políticas se puede influenciar el nivel de producción de los productos, su disponibilidad, su precio y hasta su calidad, además de la distribución de beneficios entre productores y consumidores. De manera que precios más bajos beneficiarán a los consumidores, especialmente urbanos, mientras que precios más altos aumentarán los beneficios de los productores rurales.
Para América Latina y el Caribe, las políticas agropecuarias pueden permitir el aprovechamiento de su gran potencial para incrementar sus exportaciones y su desarrollo económico
Y si consideramos que la agricultura es el sector que más empleo produce en el mundo (40% de la población mundial), siendo la mayor fuente de ingresos y trabajo en los hogares pobres rurales, vemos cómo la relación entre sus políticas y la seguridad alimentaria se vuelve un tema fundamental y extremadamente complicado para cualquier responsable de políticas públicas que quiera maximizar el bienestar de la sociedad en su conjunto.
Asimismo, estas normativas tienen un impacto en el medio ambiente y en la capacidad de los países de mitigar y adaptarse al cambio climático (pensemos en el rol de los fertilizantes químicos, por ejemplo, o de las emisiones de gases de efecto invernadero que produce el ganado). En este sentido, pueden promover inversiones en investigación y desarrollo, o transferencias de tecnología que puedan contribuir al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas.
Igualmente, para América Latina y el Caribe, estas políticas pueden permitir el aprovechamiento de su gran potencial para incrementar sus exportaciones y su desarrollo económico, ya que la región cuenta con suficiente disponibilidad de tierra y agua para aumentar su producción (con la salvedad de una distribución desigual de los recursos entre países y zonas). La región, de hecho, concentra la mayor reserva de suelos cultivables del mundo (24%), el 30% de las reservas de agua dulce del mundo (con tal solo 6% de su población) y el 25% de las superficies de bosques.
Sin embargo, según datos de la herramienta Agrimonitor del Banco Interamericano de Desarrollo, entre 2003 y 2015, la región se ha quedado atrás respecto a los cambios en materia de política agropecuaria observados a nivel global, consistentes en abandonar la alta dependencia de la agricultura de los apoyos vía precios (que crean distorsiones en los mercados) para acogerse a los pagos directos y a los servicios generales tales como investigación, sanidad e infraestructura que, según estudios recientes, tienen un impacto mucho mayor en la mejora del desempeño del sector.
Mientras algunos países, como Uruguay y Chile, dedican a los servicios generales un porcentaje muy importante de sus apoyos totales (el 69% y 50% en promedio para los últimos tres años con información disponible, respectivamente), en general los gobiernos latinoamericanos y caribeños gastan en los servicios generales descritos anteriormente solo el 17,3% de los 33.000 millones de dólares que se dedican anualmente al apoyo total al sector.
Existe entonces, para América Latina y el Caribe, un margen de mejora importante en el ámbito del diseño e implementación de políticas que impulsen el desarrollo del sector, y como consecuencia que ayuden a incrementar su productividad. Estas son ideas para reflexionar, o como se dice en inglés, son food for thought: complemento fundamental para mi cena (¿de emperador romano?).
Carmine Paolo De Salvo es especialista en desarrollo rural, líder de la iniciativa Agrimonitor del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
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