Mantendrán el obrador para hacer yogures y mató, pero usando la materia prima de una de las tres explotaciones que todavía quedan en todo el Ripollès Joan Corcoy y Georgina Mestre llevan toda una vida dedicada a la leche. Ahora ha llegado el momento de la jubilación y hace unos días que en la granja de Ca L'Esteve (Ribes de Freser) ya no quedan vacas. Corcoy explica que habían llegado a tener unos sesenta, pero el hecho de que la industria les dejara de recoger la leche, el bajo precio, el aumento del coste de las materias primas o la falta de relevo generacional ha hecho inviable la continuidad. Sin Can L'Esteve, en el Valle de Ribes ya no queda ninguna granja lechera. Alba, una de las hijas de Joan y Georgina ha decidido mantener el obrador que tienen desde hace años para seguir elaborando matones y yogures con la leche que compra en una granja de las tres que quedan en todo el Ripollès. "Cuando ellos dijeron que se querían jubilar, les dije que adelante, porque ahora es su momento de vivir, pero yo no quería estar ligada con el tema de las vacas", explica Alba Corcoy, hija de Joan Corcoy y Georgina Mestre, los dos ganaderos que hasta ahora estaban al frente de la granja. "Nunca han podido disfrutar ni de un fin de semana, ni de un día, ni de nada", lamenta la hija. "Esto no es lo que quería para mí. Tengo dos niños pequeños, mi marido trabaja y me gusta, aunque sea salir de fin de semana y poder disfrutar con ellos", explica. Plantearse continuar con la explotación requería de al menos dos personas "Uno solo para llevar las vacas y ordeñarlas es inviable", explica. Hace 30 años que, aparte de las vacas, se dedican a la elaboración casi toda manual de productos lácteos como los yogures de distintos gustos, los flanes o el requesón, una de las variedades más valoradas por los consumidores. También venden leche cruda en bolsas de un litro, que entonces distribuían por los comercios del Ripollès. Alba decidió apostar por seguir este camino. Para la elaboración de los productos necesita ahora entre 500 y 700 litros a la semana que compra en una de las tres explotaciones lecheras que todavía quedan en la comarca. El riesgo de que el consumidor habitual pueda decir que los productos no tienen el mismo gusto "está", admite. Pero ha optado por escoger una explotación que alimenta a las vacas de una manera similar a la que lo hacían ellos, "para que no haya tanta variación de sabor y la gente no pueda decir que los productos han cambiado tanto". Cambio de paradigma El cierre de Ca L'Esteve es un episodio más del progresivo cambio de paradigma que ha provocado la industria de la leche en los últimos años. Su apuesta por reducir los costes que implican la recogida y el transporte de la leche han ido concentrando las granjas cerca de las plantas de envasado. De esta forma, las pequeñas explotaciones, que formaban un rico mosaico en comarcas como el Ripollès se han visto abocadas a la desaparición. La gran mayoría se han reconvertido en explotaciones con vacas para vender su carne, y las pocas que quedan aguantan para suministrarse la leche que después necesitan para elaborar los derivados lácteos que comercializan. Para Joan Corcoy, la administración debería haber tenido "más conciencia territorial" años atrás para asegurar la sostenibilidad del territorio. "Ahora esto sería de mucha utilidad", explica. Y añade que, en definitiva, las pequeñas explotaciones lo que están haciendo es de "jardineros" del territorio y de la naturaleza. El territorio se ha ido llenando de vaca de carne, "pero ésta no mantiene el territorio al igual que lo hacen las de leche". Para él realizar el cambio a las vacas de carne nunca fue una opción. "A mí me gustaba la vaca de leche. Me gustaba ordeñar y después transformar la leche en producto lácteo", defiende. Cuando finalmente la industria en el 2020 les dijo que dejaba de subir a buscarles la leche de forma definitiva tuvieron que redimensionar la explotación de unas sesenta vacas que tenían. Pasaron de producir leche y después elaborar los productos a llevar un cálculo más minucioso de la leche que necesitaban para no tener que tirarlos. Tener que cerrar la explotación a la que habían dedicado los esfuerzos de por vida les supo mal, explica Corcoy. "Pero es un cambio con el que debemos convivir", señala. Ni él ni su esposa tienen ahora previsto dar una segunda vida a las cuadras. "Es una instalación que ya ha hecho el servicio que iba a hacer", remacha.