Las semillas innovadoras de la productividad agrícola no encuentran terrenos abonados

15/11/2021
En: abc.es
Digital
Detrás de la mayor parte de las frutas, verduras, hortalizas y cereales de miles de establecimientos hay años y años de investigación y un gran esfuerzo inversor en I+D+i. Un conglomerado de multinacionales, centros de investigación, pymes, empresas familiares y cooperativas, junto al cuidado de los agricultores, trabajan en el desarrollo y explotación de nuevas variedades vegetales. Muchas veces para aumentar la productividad de los cultivos (por ejemplo, se estima que gracias a esta industria el rendimiento de las plantaciones de tomates se ha incrementado un 50%), con el consiguiente aumento de las ganancias económicas, en efecto, pero también logrando un menor impacto ambiental: menos consumo de agua y de energía, menos emisiones de CO2, menos pérdida de suelo y menos uso menos de fertilizantes, como revela un informe del Institut Cerdà que pone en valor las aportaciones este sector. Otras veces, la mejora vegetal ha conseguido adaptar cultivos a zonas donde no se sembraban o a condiciones extremas de escasez de agua, de mayor salinidad del suelo o de altas temperaturas. O ha obtenido plantas que son más resistentes a las plagas y enfermedades; o que tienen mejor perfil nutricional o una vida útil más prolongada o mejor sabor. De la mejora de semillas y plantas se ocupa el sector obtentor. El año pasado registró casi 700 nuevas variedades vegetales para su comercialización (en Europa fueron 2.978), según ANOVE, la Asociación Nacional de Obtentores Vegetales, que reúne 56 empresas privadas y 3 centros públicos de investigación. Esta actividad generó en 2019 un VAB en la economía española de 985 millones de euros, facturó 733 millones de euros y dió trabajo a 3.600 personas, refleja el informe del Institut Cerdà. Una industria que destaca sobre todo por la innovación que despliega: cuenta con 62 centros de investigación en España y el sector invierte de media un 14% de sus ganancias en I+D+i (algunas empresas incluso más del 20%), un porcentaje más elevado que el sector farmacéutico. Seleccionar y cruzar semillas y plantas para obtener nuevas variedades mejoradas, más resistentes, más sabrosas, más aromáticas... se ha hecho desde siempre, la mayor parte de las veces de forma natural. En España, la hibridación es la técnica más utilizada para ello. Se trata de cruzar dos individuos de distinta constitución genética, es decir, cruzar dos variedades o especies diferentes para conseguir reproducir en la descendencia alguna de las características parentales que se quieren obtener. José Pío Beltrán, profesor investigador del Instituto de Biología Molecular y Celular de las Plantas, del CSIC y de la Universitat Politècnica de Valencia, lo explica de esta manera: «Un mejorador tiene una planta de tomate con buen aroma y sabor, que quiere cruzar con otra planta de tomate que, aún de peor aspecto, tenga una mayor resistencia a una enfermedad. Espera que la descendencia incorpore esos genes, pero estos se mezclan al azar. La descendencia mejorada se vuelve a cruzar. Y así durante varias generaciones, hasta lograr el tomate sabroso y resistente a la enfermedad». A veces hace falta hasta hasta 10 y 12 años para lograrlo y de uno a 1,5 millones de euros hasta que la nueva variedad llega al mercado, según ANOVE. Desde los años 80, también se utiliza la biotecnología. «Desde que se descubrió cómo leer y entender dónde residen los caracteres deseados en el ADN, se pueden aplicar criterios científicos para hacer una selección de semillas y plantas de forma más precisa. Usamos la biotecnología para guiar esa selección y mejorar la genética, pero sin modificar la estructura de ese ADN», explica Antonio Villarroel, director general de ANOVE. Sin embargo, en Europa esta tecnología no se aplica en toda su dimensión para la comercialización de semillas y plantas mejoradas, lo que resta competitividad a la industria obtentora. En 2001, este sector perdió el tren de los transgénicos (Organismos Modificados Genéticamente, OMG), una tecnología marcada por la polémica y sobre la que Europa decidió una rectrictiva normativa. «A partir de ingeniería genética, la transgénesis identifica un gen responsable de una característica que el mejorador quiere y lo introduce en otro organismo de destino que termina asimilándolo, por ejemplo para que una planta tenga mayor resistencia a enfermedades», señala Villarroel. Pero la UE solo permite cultivar el maíz transgénico MON810 para piensos de animales, que tiene resistencia a la plaga del taladro. «Sin embargo, sí podemos importar otro tipo de transgénicos para piensos, sobre todo maíz y soja, de EE.UU., Canadá, Brasil y Argentina. Los OMG se utilizan en otros países desde hace 20 años y no ha habido ninguna alarma alimentaria documentada, lo que deja a los agricultores europeos en desventaja ante sus colegas de otros países», se queja Villarroel. «Importamos OMG para alimentación animal, si no fuera así no existiría la ganadería europea», asevera Pío Beltrán. El investigador recuerda que a través de esta tecnología un equipo de científicos del CSIC llegó a un trigo apto para celíacos cuya patente tuvieron que vender a EE.UU. Y cuenta experiencias que se están llevando a cabo en laboratorios para mejorar las características nutricionales de alimentos potenciando, por ejemplo, su contenido en antioxidantes. Ya se comercializa en Filipinas, el arroz dorado, un transgénico en el que se han introducido genes para producir betacaroteno, el precursor de la vitamina A, deficitaria en gran parte de la población asiática y que produce ceguera en niños. Ahora esta industria tiene otra ventana abierta para aumentar su competitividad: la tecnología CRISPR, una nueva técnica de edición genética. «Es revolucionaria. Permite ir al punto concreto del genoma que queremos inactivar o activar», indica Pío Beltrán. «Pero sin cambiar los genes», matiza Villarroel. «Los japoneses acaban de autorizar unos tomates por edición genética que ayudan a regular la presión arterial de los consumidores», deja caer Beltrán. Pero esta tecnología todavía no tiene un marco regulatorio en Europa. En 2018 la UE consideró que la edición genética se debía incluir en la normativa de transgénicos, lo que puso en pie de guerra a miles de investigadores y al sector obtentor europeo. «No se puede regular la edición genética con una normativa de hace 20 años. Además, el producto que se obtiene es indistinguible de las mutaciones que se producen en la naturaleza», defiende el investigador. Tiene otra ventaja, añade: «Son técnicas sencillas, más baratas, que pueden llegar a las empresas y en dos o tres años tendrían una nueva variedad vegetal». «Ya se está autorizando en otros países. En Europa, tenemos menos herramientas para innovar y nuestros competidores ya las usan», lamenta Villarroel. Por tanto, la industria obtentora europea se puede quedar atrás, porque por ahora es una tecnología de laboratorio. «Tenemos la innovación y los equipos, solo falta la regulación para su comercialización», dice Pío Beltrán. En el futuro, la edición genética podría dar respuesta a algunos retos: la población aumentará de 7.000 a 9.000 millones de habitantes, es decir, habrá que producir un 70% más en el mismo espacio y de forma sostenible; estará más envejecida, por tanto habrá que garantizar una alimentación saludable, y sobre todo los cultivos harán frente a otras condiciones climáticas. «Tenemos un cambio climático a las puertas y una nueva herramienta para mitigar sus efectos.En España ya lo estamos sufriendo. Hacemos de laboratorio y de aula de aprendizaje para cuando llegue al resto de Europa. Con la edición genética se puede obtener semillas más resistentes a las olas de calor, que no se deshidraten, que cumplan su ciclo vegetativo», indica Pedro Gallardo, agricultor y presidente de ALAS (Alianza para una Agricultura Sostenible). «Si pudiéramos usar esa tecnología tendríamos un ahorro de costes para llegar a un resultado final con mayor celeridad», asegura David Bodas, Food Value Chain Lead SWE en Syngenta, una multinacional suiza. Bodas destaca la situación privilegiada de España en esta industria. «Somos la huerta de Europa, tenemos 62 centros de investigación con fincas de ensayo visitadas por empresas de todo el mundo, invertimos del orden del 15% en innovación... Hemos conseguido que los tomates viajen a Arabia Saudí y conserven su sabor y calidad. Es un hito de la investigación de las empresas obstentoras». «Esto va a ser el futuro», considera también Pablo Pérez, mejorador de Intersemillas, una empresa familiar de Valencia. Con la edición genética «se hace modificación genética de forma limpia y dirigida, sin intervención de genes externos. Aunque hoy día con las técnicas híbridas podemos alimentar a todo el mundo», comenta. Desde su laboratorio, esta pyme lleva a cabo el proyecto Melonseeds (financiado con fondos FEDER) para conseguir melón tipo piel sapo, amarillo y blanco resistente a patógenos. Quizás a partir de ahora pensemos dos veces, cuando compremos frutas, verduras y hortalizas, la innovación que hay detrás. Y la que está por llegar.
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