No es solo Francia. El sector agrario lleva unos meses en pie de guerra en toda Europa: Bélgica, Alemania, Portugal, España, Italia... Obviamente, el momento no es precisamente casual, hay algunas coincidencias que no son tales, como la inminente celebración de las elecciones al Parlamento Europeo o la proximidad anunciada por la Comisión del cierre del eterno acuerdo con el Mercosur. Siendo honestos, hay también otras razones que se acumulan y que se vienen a sumar a las de oportunidad para una protesta generalizada. La primera es posiblemente la sensación del sector de ser la perenne moneda de cambio de la Unión en sus negociaciones con terceros países u organizaciones. Quedan muy lejos los tiempos de la preferencia comunitaria, pero su recuerdo se ha visto acrecentado por la sensación de debilidad estratégica europea derivada de la pandemia de la covid-19. La fuerte dependencia de las importaciones de material sanitario nos puso en alerta. Además, a lo largo de los últimos años hemos asistido a diversas manifestaciones en los distintos países en las que se focalizaban los males del campo europeo en las concesiones comerciales que, a juicio de los agricultores, generaban condiciones de competencia desleal frente a terceros países. Aún así, la balanza comercial alimentaria es favorable a la Unión año tras año y no se produce una reducción de la misma. Por otro lado, el proceso de intensa globalización que se produce tras la caída del muro de Berlín y la entrada de China en la OMC, ha generado ganadores y perdedores. Los trabajadores de baja cualificación de los países occidentales, en principio, se han contado entre los perdedores frente al impulso de un Oriente que renacía capitaneado por China y sus costes de producción insuperables. Y, dentro de este colectivo, los agricultores y ganaderos no eran una excepción, sobre todo los responsables de pequeñas explotaciones. El vaso se ha seguido llenando con las decisiones derivadas de la opción europea de descarbonización para luchar contra las emisiones que contribuyen al calentamiento global. No solo es que la agricultura y la ganadería sean muchas veces presentados como los grandes culpables de las emisiones , sino que la factura que el proceso podría tener para el sector agroalimentario europeo es muy elevada, como han puesto de manifiesto numerosos estudios. Y la nueva PAC, que en 2024 entra en su segundo año ha sido vista como un primer paso en el camino de las estrategias que la UE había dejado por escrito, particularmente el Pacto Verde y la Estrategia de la granja a la mesa. Y encima, en un periodo especialmente sensible, azotado por aumentos de costes de producción y por problemas productivos derivados de la sequía. Descárguese aquí el último número de elEconomistaAgro A todo esto se le suma que el sector es consciente de la pérdida de peso político y social que viene arrastrando desde hace décadas y que se visualiza en la despoblación de las zonas rurales (en las que tiene lugar el desarrollo mayoritario de la actividad), el retroceso de inversiones públicas y de cobertura de servicios en dichas zonas y, finalmente, el descenso paulatino del presupuesto dedicado a la PAC, más evidente en momentos de elevada inflación -el presupuesto nominal es el mismo-. En suma, el sector agrario europeo acumula razones objetivas para sentirse perjudicado, y esto coincide con un mal momento coyuntural, y con una oportunidad de hacerse oír por quiénes están decidiendo su futuro. Además, el conjunto de nuestra Europa se enfrenta al desencanto de los ciudadanos, que ha propiciado el surgimiento de movimientos políticos de corte populista que aspiran a ponerse al frente de estas protestas agrarias para capitalizarlas políticamente. El problema al que se enfrentan la Comisión y el Parlamento es complejo ya que, por un lado, no atender las peticiones de los agricultores puede abrir la puerta al crecimiento de las opciones más extremas; pero pasarse de frenada con las concesiones puede implicar que una parte importante de la sociedad perciba que la Unión está dando marcha atrás en sus objetivos medioambientales. De hecho, las organizaciones ecologistas ya están comenzando a avisar de los peligros de la marcha atrás en algunas decisiones e iniciativas legislativas. Como siempre, la negociación es la clave. Y, tal vez, que se hable de crisis climática en lugar de emergencia climática pueda ser un punto de partida. Y, sin volver a los extremos de la preferencia comunitaria, habría que considerar el concepto de seguridad alimentaria estratégica. No se trataría de renunciar a los objetivos medioambientales, pero sí de flexibilizar los plazos en función de las diversas coyunturas y de los avances de la tecnología. Y habría que pensar en cómo hacemos para revalorizar el papel del sector primario en nuestras sociedades urbanas, desarrolladas y en acelerado proceso de digitalización. * David Uclés es economista especializado en economía agroalimentaria, divulgador y profesor de ISAM Education