No es que el ambiente institucional se haya enrarecido en vísperas de la inminente contienda electoral del 28M. Es que nunca fue bueno. El enfrentamiento político entre la Moncloa y San Telmo a cuenta de los regadíos ilegales en el entorno del Parque de Doñana, que ha supuesto un punto de no retorno en las tormentosas relaciones entre el Gobierno central y Andalucía, con un amago de retirada de competencias ambientales incluido -por la vía del artículo 155 de la Constitución-, es la cúspide de un iceberg cuyo tamaño real continúa bajo el agua, aunque siempre, como sucede ahora, que el punto de observación sea Madrid, en lugar de Sevilla. Desde el Sur esto se veía venir hace tiempo. Sobre todo después que la mayoría absolutísima de Moreno Bonilla a mitad del pasado año evidenciara que la Moncloa no es que tenga una fuga puntual de agua dentro de su nave. Es que su embarcación puede naufragar en diciembre, cuando llegue la (mala) hora de las elecciones generales. Los comicios locales y autonómicos -las tendencias de fondo van a depender mucho de lo que suceda en Madrid y Valencia- serán, sin duda, un buen diagnóstico de la situación política general, a falta de ver si Génova puede conquistar la Moncloa sola -o necesita la compañía de otros- y de cómo se resuelve el singular divorcio diabético entre Podemos y Sumar. Moncloa trata de conjurar la maldición de la atomización de la izquierda -tres listas distintas equivaldrían a una victoria natural de las derechas- recurriendo, entre otros argumentos de urgencia, al affaire de Doñana. El Quirinale de San Telmo responde igual que Pujol cuando el caso Banca Catalana: equiparando las críticas al gobierno de Moreno Bonilla con "ataques" y "agresiones" del PSOE y de sus socios (ERC, PNV, Bildu) en contra de Andalucía. La parte (San Telmo) no es el todo (Andalucía), pero el argumento permite al presidente de la Junta, siamés de Feijóo en el baile de las generales, cultivar su singular (pan)andalucismo. ¿Cómo podríamos definirlo? Dícese de la estrategia política que consiste en consolidar la hegemonía en el Sur de España mediante una síntesis entre el catecismo del antiguo PSOE andaluz -el partido nacionalista que Andalucía nunca tuvo-, ciertas dosis de andalucismo amarillento (inofensivo y nostálgico) y la firme voluntad de tomar la Moncloa desde Sevilla. En esto está Moreno Bonilla, que antes del tropezón colosal de Doñana, que sí afecta, y negativamente, a la imagen internacional de Andalucía, se lamentaba en público de "las burlas" que se hacen desde Catalunya a los andaluces -a cuenta del sketch de TV3 sobre la Virgen del Rocío- y se quejaba de la falta de apoyo del Gobierno central en defensa de la dignidad meridional, que el presidente de la Junta equiparó a la gran romería de Almonte. Tras una semana de tensión -con conversaciones con la ministra de Transición Ecológica, que calificó al presidente autonómico de "señorito" y "acosador"- Moreno devolvió esta semana el golpe a cuenta de la gravísima situación de sequía a la que se enfrenta Andalucía. En los círculos políticos de Madrid continúan hablando de Doñana, pero de una forma que torna verosímil el viejo proverbio chino: "Cuando el dedo del sabio señala la luna, el tonto mira al dedo". Por supuesto, nadie espera un levantamiento de indignación popular en defensa del autogobierno andaluz y en contra de las injerencias de Pedro Sánchez. En absoluto. San Telmo agita este relato (interesado) por motivos electorales, pero sabe que no tiene un recorrido real ni duradero. El problema de fondo que le inquieta, al que se enfrenta ya, sin embargo, sí. Y va a marcar la legislatura andaluza y el tablero político durante un lustro. Hasta ahora las pugnas entre la Moncloa y la Junta se limitaban a lo protocolario y al trasiego de competencias. Pedro Sánchez tardó más de dos años y medio en recibir a Moreno Bonilla en la Moncloa tras la salida de los socialistas del Quirinale. Ni antes de esa fecha ni después ninguna de las reclamaciones de San Telmo a Moncloa han obtenido respuesta satisfactoria. La eterna cuestión de la financiación autonómica continúa enquistada. El Gobierno central ha ido impugnando además en los tribunales diversas iniciativas de la Junta, como su decreto de precios para las obras públicas -que contemplaba compensar a constructoras por los sobrecostes-, el plan regional de simplificación administrativa o la nueva ley del suelo. Parte de estos litigios se han desactivado en los foros bilaterales entre ambos gobiernos, salvo el caso del tributo estatal a las grandes fortunas, creado después de que Andalucía eliminase el impuesto de Patrimonio, la primera decisión de Moreno Bonilla en esta segunda legislatura. La Junta ha reclamado -sin éxito- la suspensión cautelar de la normativa estatal al Tribunal Constitucional por entender que limita el autogobierno. Doñana es pues el penúltimo hito en una historia de desencuentros que va ganando intensidad en función de las citas electorales. La última polémica ha sido a cuenta de la ley de vivienda, que no ha gustado en San Telmo. De nuevo, idéntico mensaje: "Sánchez no respeta el marco competencial autonómico". El (pan)andalucismo de Moreno Bonilla replica, de esta forma, planteamientos del nacionalismo catalán y vasco que, históricamente, la derecha criticaba en el ámbito de la política estatal. Tras la conquista de Andalucía, que junto a Madrid y Valencia pueden alterar el eje de intercambios políticos que Moncloa mantiene con Catalunya y Euskadi, este argumentario ha pasado a ser parte habitual de la munición de Moreno Bonilla. Las guerras de competencias, en el marco autonómico español, nunca son batallas técnicas, sino enfrentamientos políticos. Sin duda, van a cobrar mucha más intensidad, avivando todavía más los desequilibrios territoriales y moviendo el tablero de los poderes regionales. Andalucía se enfrenta, aunque determinados círculos políticos no sean conscientes, al Armagedón de una sequía que, con el cambio climático, ha dejado de ser estacional para adquirir la condición de pandemia crónica. El Sur de España ya no es una zona de clima templado. Se ha convertido en una república subtropical. Seca. Cuarteada. Sedienta. Y las consecuencias de este cambio meteorológico van a provocar una alteración completa del orden social en un proceso similar al que sufrieron las industrias del Norte de España en los años ochenta, en paralelo al ingreso de España en la UE. Este verano habrá restricciones al consumo doméstico de agua, aunque su impacto sobre el turismo -esencial para la economía meridional- será limitado. El Apocalipsis se va a producir en el campo, que sustenta las exportaciones de la industria agroalimentaria andaluza. Las reservas hídricas de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, la mayor de la región, gestionada por el Estado, están al 25% de la capacidad de embalse de los pantanos. Es la mitad de la media de reservas del último cuarto de siglo. Casi el 90% de este agua se usa en la agricultura de regadío intensiva, que es uno de los pilares económicos de Andalucía. El motor agrario andaluz, para el que el agua es equiparable al gas, va a detenerse de golpe. El Estado, a través de la Confederación, anunció esta semana un plan de redistribución de riegos que reduce en un 70% el agua que necesita el olivar e impide su consumo para cultivos como el arroz, concentrado en las Marismas del Guadalquivir, el algodón, los herbáceos o el maíz. Sin agua suficiente desde las cosechas de los productores particulares a las que gestionan grandes compañías alimentarias como Ebro Foods, peligran. También las explotaciones de ganadería extensiva están en una situación muy crítica. Viene un tiempo de ruinas, despidos, despoblamiento, encarecimiento de los alimentos y altísima conflictividad social. Andalucía se enfrenta a una reconversión -dura- forzada por la carestía (crónica) de agua. Doñana, sin duda, es un síntoma nefasto por su condición de joya ambiental, pero su negro augurio -el colapso económico del campo andaluz- está ya llamando a la puerta. El viento seco sopla. No es descartable una revolución comunera en la gran autonomía del Sur.